Galardonado con el premio Nobel de Literatura 2023, máximo reconocimiento a una trayectoria regada de premios, Jon Fosse es un escritor que a lo largo de cuatro décadas y desde una lengua minoritaria, el nynorsk, ha ido componiendo una obra prolífica al margen de las modas y los tics de las tendencias. Del teatro a la novela, pasando por los cuentos y la poesía, su escritura no desoye la contemporaneidad ni los ecos de la autoficción pero logra construir un lugar propio sobre la base de una voluntad expresiva y, al mismo tiempo, una desconfianza acerca de la supuesta transparencia y eficiencia del lenguaje o, en otras palabras, su capacidad de representar el mundo.
Allí donde la ilusión de la representación se resquebraja, la obra de Fosse crece, precisamente, como testimonio de una imposibilidad: la de aprehender una experiencia cuyo sentido se nos escapa, no se acaba de descifrar.
Con su lengua mínima, un puñado escaso de elementos vagamente referenciales y sus bucles y preguntas que se pronuncian y quedan en suspenso, Blancura, la novela más reciente del escritor, es una apuesta por la intensidad narrativa antes que la extensión y podría considerarse, a su vez, como una pieza de madurez que condensa temas y una concepción de la literatura que recorren la obra del noruego. Los primeros versos de la Divina comedia resuenan al comienzo de una novela narrada por una voz anónima, un hombre que pertenece a la estirpe de personajes que como Molloy, Malone o, incluso, el Perceval de Chrétien de Troyes, ya no saben lo que buscan y lo que hacen, y perdidos, no cesan de asomarse a agujeros negros. En medio de un bosque al que se llega por puro impulso, o quizás inercia, sin una buena o mala razón a la que asirse, el extravío del protagonista podría leerse como metáfora del tránsito de la vida a la muerte, o como la expresión del absurdo de la existencia, entre el sinsentido y la inagotable búsqueda de una forma de trascendencia. Intentar ajustar Blancura a una interpretación de sentido único, sin embargo, sería traicionar la ambigüedad intrínseca de una obra que desbarata las fronteras entre lo real y lo soñado sobre el trasfondo de un paisaje nórdico esbozado que, como si se tratara de una puesta en escena teatral, termina volviéndose abstracción. En los titubeos del narrador, sus contradicciones entre el decir y el actuar, los diálogos breves y absurdos con sus padres y un fluir de conciencia donde las palabras proliferan, se acumulan y repiten, la novela encuentra su ritmo, una cadencia hipnótica que nos arrastra, pero también una lengua donde la repetición no es una afirmación enfática acerca del mundo sino, por el contrario, la expresión de un fracaso, aquello que no se puede nombrar.
Asomado a un vacío que muta de la oscuridad a una blancura resplandeciente, el narrador dice: «Tan silencioso es el silencio que da la impresión de poderse tocar, y me paro. Y me quedo ahí parado escuchando el silencio. Y es como si el silencio me hablara». Frente a la afluencia de palabras que se suceden sin decir casi nada, apenas una vaga conciencia de sí y del presente, lo que subyace es el silencio: una dimensión en segundo plano que, como dice el narrador y también señalaba el propio Fosse en una entrevista realizada en Los Angeles Review of Books, adquiere la consistencia de una materia donde el sentido se hace y se deshace, se discierne y posterga a cada paso.
Deudora de la poética de Georg Trakl, enigmática y nocturna, y de la escritura de Samuel Beckett y sus personajes que, impotentes, son una conciencia condenada a monologar sin pausa ni esperanza, Blancura hace de la brevedad, de la austeridad y la aparente sencillez compositiva una forma de evocación de ese silencio que nos habla de la muerte, la trascendencia y, con una rara serenidad que la aleja de sus referentes, de los límites del entendimiento para aprehender una realidad de contornos inciertos.
Publicada originalmente en dos volúmenes entre 1995 y 1996, Melancolía se inspira en la figura de Lars Hertervig, un artista noruego del siglo XIX que ha trascendido hasta nuestros días por sus paisajes costeros de atmósfera semifantástica y una biografía penosa que conjuga enfermedad mental, pobreza y la incomprensión de sus contemporáneos. La recreación biográfica y la composición de un cuadro de época nutrido de detalles, sin embargo, no constituyen la meta de una novela que toma unos pocos gestos de la narrativa histórica para continuar, desde allí, ahondando en algunas de las obsesiones particulares de Jon Fosse: la búsqueda de una expresión de trascendencia, los misteriosos bucles del pensamiento y la memoria, y una escritura donde se narra a través de la forma misma del relato.
Frases de largo aliento, fragmentos que insisten como un obsesivo ritornello y abruptas torsiones temporales definen el ritmo del fluir de conciencia de un joven artista que, a las puertas de una crisis mental, habita entre un presente que lo atormenta y un pasado que revive en forma de fantasmas y voces que se entreveran en sus pensamientos fundiendo lo real con lo alucinado. De los interiores de Düsseldorf a un asilo en las inmediaciones de Oslo, las dos primeras escenas de Melancolía giran sobre sí mismas como piezas que en su deriva espiralada dan cuenta de la lógica febril, delirante, que rige la conciencia del narrador. A través de una prosa que adquiere impulso y musicalidad en la repetición, Fosse indaga en una subjetividad que, atravesada por la enfermedad mental, se repliega a la par que traza líneas de fuga a partir de fantasías y recuerdos que se imponen en el presente desintegrando la linealidad temporal, como ocurre también en la última parte de la novela, narrada por la anciana Oline.
Evocación de una imposibilidad, la de pintar, fruto de los demonios internos y las prácticas coercitivas de la medicina decimonónica, pero también, exploración de la figura del artista como aquel que desde su extravío consigue ver más allá de lo evidente, Melancolía invoca temas que reaparecen en la obra posterior de Fosse: el arte como expresión de lo indecible, el sentido inaprensible de la existencia, los límites de la razón y el paso del tiempo, la muerte y la memoria. La historia de Lars, el pintor que no puede pintar, tiene, por otra parte, su correlato en el personaje de Vidme, el escritor que posterga el acto de escribir, y una suerte de trasunto de Jon Fosse que abre la novela a una dimensión metaliteraria y, al mismo tiempo, a otro de los motivos que vertebran la obra del reciente Nobel: la espiritualidad y el misticismo.
Jon Fosse (Noruega, 1959) está considerado uno de los autores más importantes de nuestro tiempo. Su obra ha sido traducida a cuarenta idiomas y sus piezas teatrales han sido representadas en todo el mundo. Debutó en 1983 con la novela Raudt, svart, y desde entonces ha escrito más de sesenta obras entre teatro, novela, poesía, cuentos infantiles y ensayo. Entre sus novelas destacan obras como Ales junto a la hoguera (2004), que Random House publicará en abril de 2024, Melancolía (1995-1996), ganadora del Melsom Prize y el Sunnmøre Prize, Mañana y tarde (2000; Nórdica/Deconatus, 2023), Trilogía (2014; Deconatus, 2018) y Septología (2019-2021; Deconatus, 2019-2023), una novela en siete tomos con la que ha sido finalista del International Booker Prize 2022 por los volúmenes VI y VII. Ha recibido incontables premios, como el Ibsen Award 2010, el European Prize for Literature (2014) y el Nordic Council Literature Prize (2015), y en 2007 fue nombrado caballero de la Ordre National du Mérite de Francia. Ha sido galardonado con el Premio Nobel de Literatura 2023 por «sus innovadoras obras de teatro y su prosa, que han dado voz a lo indecible».